martes, 18 de marzo de 2014

Literatura historica

La historia que se enseña

El segundo proceso de institucionalización ha tenido que ver con el sistema educativo. La enseñanza universitaria quedó casi completamente en manos de los historiadores antiacadémicos, y en los demás niveles la historia se enseña en general siguiendo sus libros y manuales. En los setenta los profesores más innovativos utilizaban la introducción a la historia económica de Tirado Mejía. En los ochenta pueden usar manuales de primaria y bachillerato que tratan de incorporar los hallazgos y puntos de vista nuevos: algunos, como el de Mora y Peña, o el de Salomón Kalmanovitz, el primero de los historiadores prestigiosos en realizar el sueño de que lo lean hasta los niños, son síntesis competentes y algo frías de la historia económica y social escrita en los últimos años. Otros, como el de Rodolfo de Roux, trató de ofrecer, al lado de un contenido novedoso, un enfoque metodológico y gráfico igualmente revolucionario. Aunque el libro tiene muchos defectos, no son los que algunos periodistas le atribuyeron y es, con los de Mora y Kalmanovitz, uno de los textos escolares más aceptables producido hasta hoy (5). Obras de síntesis e interpretación dirigidas al público universitario han sido más escasas, y la única realmente importante ha sido la del mismo Salomón Kalmanovitz, Economía y Nación. Lo de Javier Ocampo resultó demasiado rutinario(6).

Quizás habría que considerar como parte de la producción histórica para la enseñanza algunos tipos de obras muy diferentes: los trabajos orientados hacia los niños, que tuvieron un nacimiento muy maduro con la serie de libros sobre las culturas indígenas prehispánicas publicados por el Museo del Oro; la historia dibujada, a la manera de las tiras cómicas, ensayada en la década anterior en algunos trabajos orientados a grupos obreros y campesinos y que tiene un magnífico ejemplo en la Historia de Cartagena de Javier Covo y por último, otro ingreso en las tecnologías alternativas, las «historias» en video. La primera fue preparada por Carlos Ronderos, con el nombre de Protagonistas: entrevistas con personas que recordaban los últimos cincuenta años de la vida nacional, acompañadas de trozos de documentales de la época. Aunque indudablemente útil, no alcanzaba a integrar en forma satisfactoria el video y la narración. Una nueva versión, más eficaz, fue elaborada por el mismo Ronderos y Álvaro Tirado Mejía, con el nombre de Colombia 1944-1986: Violencia y Amnistía (7).

La enseñanza universitaria, y sobre todo la dedicada específicamente a formar historiadores, se consolidó mucho en estos años, después de la larga y en cierto modo improductiva crisis de los setenta. Tras la generación formada en los sesenta (Colmenares, Tirado, Hermes Tovar, Margarita González, Marco Palacios) la mayoría de los historiadores que se han consagrado posteriormente -Gonzalo Sánchez, Mauricio Archila, José Antonio Ocampo- se formaron ante todo en el exterior y en la práctica docente, y generalmente estudiaron disciplinas diferentes a la historia. Las carreras de historia en el país no han resultado tan formativas como podría esperarse, probablemente porque reclutaron un estudiantado culturalmente limitado, porque se orientaron en forma demasiado especializada y porque el clima de trabajo e investigación se encontraba alterado en exceso. Sin embargo, parece estarse presentando un claro cambio, y en los últimos tres o cuatro años han aparecido jóvenes historiadores de una calidad sorprendente, con trabajos sólidos, bien escritos e innovadores.



La historia que se escribe

El trabajo de los historiadores ha continuado, en general, orientado en buena parte hacia la historia económica y social, aunque ya, afortunadamente, el interés por otras áreas ha aumentado. En el terreno económico, la obra más notable ha sido la de José Antonio Ocampo, autor de un libro ambicioso y sólido. Quizás el más serio aporte a la historia colonial fue la obra de Hermes Tovar sobre haciendas en el siglo XVIII. Muy poco se ha hecho acerca del siglo XIX: hay que destacar el notable artículo de Malcolm Deas sobre problemas fiscales. En realidad, la mayoría de los estudios se han orientado al siglo XX: Jesús Antonio Bejarano hizo una historia sobre la SAC, menos cuidadosa que sus otros libros, Fernando Botero publicó un libro, no muy grueso, sobre la industrialización en Antioquia, Bernardo Tovar Zambrano analizó el fortalecimiento del estado en las primeras décadas del siglo y Alfonso Patiño Roselli intentó reconstruir el ambiente de finales de la década del veinte. También merecen mención la historia de la regionalización de Sandro Sideri y la de la energía de René de la Pedraja. La historia bancaria ha avanzado bastante, con obras como la de Mauricio Avella sobre pensamiento y política monetarios y los estudios de María Mercedes Botero sobre los bancos antioqueños (8).

A caballo entre la historia social y la económica se encuentran los estudios sobre las élites empresariales, que han producido algunos resultados destacables: Alberto Mayor escribió un ambicioso estudio de la Escuela de Minas y la élite empresarial antioqueña, que entremezcla notables hallazgos y una excelente investigación con teorías y procedimientos sociológicos no muy seguros; Fernando Molina publicó un documentado estudio sobre Coriolano Amador; Héctor Mejía hizo una entretenida biografía de don Gonzalo Mejía; Ernesto Ramírez, con base en los archivos familiares, reconstruyó la actividad empresarial de Pedro Nel Ospina y su grupo familiar y Emilio Arenas hizo algo similar, con menos marco teórico, con los Puyana de Bucaramanga. Carlos Dávila trató de analizar globalmente los grupos empresariales, pero a pesar de su esfuerzo se advierte que la tarea es aún prematura: falta todavía mucho estudio particular (9).

En los aspectos sociales la obra que se perfila como más significativa es la de Mauricio Archila, sobre historia de la clase obrera: es extraordinariamente cuidadosa, sensible a los matices, y se apoya en fuentes muy novedosas, con amplio uso de los testimonios orales. También en esta área la historia colonial ha quedado en segundo plano: una buena búsqueda documental permitió a Mario Aguilera Peña romper la rutina con relación a la historia de los comuneros y situar socialmente a los principales capitanes de la revuelta; el libro, infortunadamente, tiene una escritura muy descuidada. Ann Twinam es la autora de un libro bien documentado y cuidadoso acerca de las élites empresariales antioqueñas a finales del siglo XVIII (10). Sobre la independencia hay cuatro estudios importantes, felizmente publicados en forma conjunta: uno de José Escorcia sobre la formación de las clases sociales en esa época, otro de Zamira Díaz sobre fuerza de trabajo en el Cauca, otro de Germán Colmenares sobre las formas de poblamiento y uno sobre clientelismo y guerrilla en el Patía de Francisco Zuluaga (11). Con respecto al siglo XIX, algunas de las contribuciones más interesantes fueron las de Marco Palacios, en su artículo sobre la fragmentación regional de las clases dirigentes y las de Zamira Díaz y José Escorcia, en sus libros sobre la región del Valle del Cauca. Y una extranjera, Catherine Legrand, colonizó un territorio realmente virgen con su estudio de baldíos y conflictos sociales entre 1870 y 1930, tema que de alguna manera recibe continuidad con el libro de Darío Fajardo sobre haciendas, campesinos y políticas agrarias en este siglo. La historia de los grupos indígenas -la etnohistoria- vio dos o tres publicaciones notables, como los estudios de los indios del Caquetá y las caucheras de Roberto Pineda Camacho y los artículos sobre los Paez de Joanne Rappaport (12). El estudio de la familia, el niño y la mujer apenas comienza, y es suficiente reseñar los artículos de Magdala Velázquez, acerca de los derechos femeninos y Patricia Londoño, sobre la mujer santafereña del siglo pasado. Muestra del creciente interés por la vida material son los libros sobre historia de la alimentación y la comida de Víctor Manuel Patiño y Aída Martínez (13).

La historia política, sobre cuyo abandono se quejaba hace diez años el autor de esta nota, parece estar finalmente despegando. El estudio de la violencia ha sido un campo favorito, en el que se destacan las contribuciones de Gonzalo Sánchez y Carlos Miguel Ortiz. Pero hubo algunos estudios monográficos significativos sobre el siglo XX, como el libro de Álvaro Tirado -y este libro fue el que inició en el país los estudios de historia política a un nivel similar al que ya se había impuesto en la historia económica y social- sobre el primer gobierno de López Pumarejo, los estudios de Gaitán de Harold Braun y Robert Sharpless y la historia del Partido Comunista de Medófilo Medina, a pesar de que trata algunos incidentes con guantes de seda (14). En relación a la independencia se publicaron dos trabajos novedosos, ambos relativos a aspectos de historia diplomática: Margarita González estudió los proyectos «cubanos» de Bolívar, mientras Juan Diego Jaramillo analizaba las actitudes diplomáticas inglesas hacia el Libertador y sus repúblicas. Sobre el siglo pasado hay algunas contribuciones valiosas, como la biografía de los primeros años de José María Obando de Francisco Zuluaga, la historia del federalismo en Antioquia de Luis Javier Ortiz y el estudio, muy sugerente, de Malcolm Deas sobre la presencia de la política en la vida local y «pueblerina»; es también sugerente el artículo de Marco Palacios sobre la percepción de la política nacional por parte de los enviados diplomáticos británicos. Una biografía aceptable de Román Gómez, por Luis Duque Gómez, da luz sobre un cacique regional de comienzos de siglo, pero resulta algo decepcionante al no estudiar las formas de actividad política local. Igualmente decepcionantes son los resultados de otro ambicioso proyecto de investigación, sobre los procesos de «constitución de la nación colombiana» de María Teresa Uribe de Hincapié y Jesús María Álvarez: se llega a comprobaciones que reiteran mucho de lo ya conocido, insertas en un sistema conceptual discutible (15). Las celebraciones del centenario de la Constitución no produjeron lo esperado: del inmenso esfuerzo financiero del Banco de la República quedaron -además de vastas recopilaciones documentales- unas biografías regulares (importantes a veces por ofrecer luz sobre personajes de una medianía abrumadora) de los constituyentes. Más sugestivos y originales fueron los estudios de Hernando Valencia Villa y Ligia Galvis sobre la Carta Constitucional. José Fernando Ocampo inició un estudio global de la política en el siglo XX, gastando excesiva pólvora en polémicas mal planteadas. El libro de Christopher Abel sobre los partidos políticos, muy bien documentado, resultó algo tardío: publicado diez años después de su escritura, los trabajos sobre López y Gaitán, y los estudios sobre la iglesia, como el de Ana María Bidegain de Uran, le quitaron novedad (16).

Dos contribuciones extranjeras merecen párrafo aparte: el libro de Charles Bergquist sobre los obreros latinoamericanos, en el que esboza una tesis muy radical sobre Colombia: la de que la verdadera clase obrera del país es el campesinado cafetero, y que éste en cierto modo realizó una revolución exitosa en los veinte y en los treinta, que le permitió consolidar una economía de pequeña propiedad. Excesiva la tesis, pero sugestiva en cuanto permite ver algunos de los factores que explican el conservatismo de fondo de la sociedad colombiana. Mucho más complejo, un verdadero «tour de force», es el libro de Daniel Pecaut sobre la evolución política entre 1930 y los cincuenta. No vale la pena tratar de sintetizar sus argumentos, muy complejos, en este artículo: será durante muchos años el libro central para la discusión de la historia política reciente (17).

Muchos de los estudios mencionados antes cubren un ámbito regional. Los historiadores universitarios de Antioquia, Caldas, Cali, Bucaramanga, etc., han tratado de impulsar el conocimiento de sus regiones, y el resultado de esto es evidente, sobre todo en Antioquia y el Valle, donde los esfuerzos son más sistemáticos y se apoyan en las universidades locales. Fuera de estas áreas, ha sido la Costa Atlántica la región que ha servido de tema a los mejores libros, como la historia de Barranquilla de Eduardo Posada Carbó -aunque apenas un abrebocas, pues es demasiado suscinta-, la de Cartagena, en cuatro volúmenes, de Eduardo Lemaitre, con una calidad literaria indiscutible y un enfoque histórico algo convencional y ante todo la Historia doble de la Costa, de Orlando Fals Borda, que ha recibido muchas críticas -merecidas en mi opinión- por su singular presentación formal, y que cae con frecuencia en cierto romanticismo populista, pero que ha transformado la imagen del pasado de la región en una escala difícil de apreciar: en este sentido, es quizá la obra más revolucionaria publicada en toda la década. Otras regiones sobre las cuales se publicaron estudios globales serios fueron Santander, con el libro de David Johnson, y el viejo Caldas, con el trabajo de Keith Christie. Las historias locales no han sido tan afortunadas, y sólo parecen memorables la historia de Ambalema de Jesús Antonio Bejarano y Orlando Pulido y el chismoso artículo sobre Medellín de Constantine Payne, aunque deben mencionarse las historias de los barrios promovidas por sendos concursos en Cali y Medellín (18).

Por último, dentro de esta división temática convencional, el área más descuidada de todas: la historia de la cultura. Sólo un libro intentó ofrecer la historia global de las mentalidades, las formas de pensamiento de un período: el de Carlos Uribe Celis sobre los años veinte. Obra pionera en muchos sentidos, resultó apenas un esbozo, una primera aproximación descriptiva, sin un hilo conductor claro. En el extremo opuesto, y sobre los mismos años, Germán Colmenares hizo un libro brillante sobre la política vista a través de las caricaturas de Ricardo Rendón; a pesar de la alusión del título, el autor no intentó decir mucho sobre la opinión pública de la época y se limitó, en este sentido, a sugerir y plantear el problema (19).

Una rama de la historia cultural que ha visto proyectos ambiciosos y resultados discutibles ha sido la historia de la educación. Otro de esos proyectos con muchos recursos, mucho asistente y mucho documento -y quizás habría que formular, a la luz de este tipo de proyectos, una nueva ley sociológica, que diga que mientras más asistentes tenga un proyecto de investigación histórica más pobres serán los resultados- ha sido el de historia de las «prácticas pedagógicas» realizado conjuntamente por cuatro universidades. Se han publicado varios libros, de Olga Lucía Zuluaga de Echeverri, Alberto Martínez Boom, Alberto Echeverri, Humberto Quiceno y Renán Silva. En general son trabajos que cubren aceptablemente su tema, pero en lo que, dados los ambiciosos planteamientos metodológicos, se esperaría realmente algo nuevo, y resulta que, fuera de algunos esguinces verbales, son libros convencionales, con excepción de los de Renán Silva. En efecto, los libros de este historiador -que estuvo vinculado al proyecto sólo en sus fases iniciales- tienen una serie de insólitas virtudes, como el cuidadoso seguimiento del documento, la capacidad de rehuir todo anacronismo, la búsqueda de todos los sentidos posibles de un texto, la habilidad para ver cosas nuevas. Un libro de muy buen nivel es el de Aline Helg, una historia de la educación que tiene la novedad de tratar de reconstruir las grandes diferencias regionales y los aspectos cotidianos de la práctica docente, entre los elementos más normales de estos estudios: el análisis de la legislación, los programas de estudio y las estadísticas escolares, que, por lo demás, están igualmente bien hechos (20).

También ha comenzado a desarrollarse aceleradamente la historia de la ciencia, en buena parte alrededor de un proyecto colectivo apoyado, como el de Historia de la educación, por Colciencias. Como en éste, los resultados, hasta ahora, han sido muy desiguales: muy sólidos en historia de la medicina, con las contribuciones de Emilio Quevedo y Néstor Miranda, apenas aceptables o incluso débiles en otras áreas. Muy prometedor parece el grupo de historiadores de la ciencia orientado por Luis Alfonso Palau, quien escribió un excelente artículo sobre Caldas; lo publicado hasta ahora es muy poco (21).

Y para concluir, la historia y el análisis del oficio: Bernardo Tovar publicó un análisis detallado de la historiografía colombiana relativa a la colonia, mientras que Germán Colmenares hizo un denso librito sobre los principales historiadores latinoamericanos del siglo XIX, lleno de sugerencias y ecos de las metodologías de última moda, y Jorge Orlando Melo escribió una reseña de la literatura histórica colombiana durante los siglos XIX y XX. En cuanto al análisis del oficio, es poco lo que se ha hecho. Los historiadores parecen más adeptos a usar las herramientas «teóricas» y a mostrar en la práctica si cortan o no, más que a discutir su filo. Evidentemente, sin teoría la historia es ciega, muda y manca, pero la prueba de las teorías está en la capacidad de dejar ver, y durante muchos años los científicos sociales las usaron ante todo para no ver. Todo esto provocó una resistencia, quizás excesiva, de los historiadores a las discusiones metodológicas y teóricas. En todo caso, algunos modelos teóricos, algunos paradigmas, se discuten: la teoría de la dependencia, la arqueología del saber de estirpe foucaultiana, los conceptos marxistas. En términos de producción teórica, sólo dos trabajos saltan a la vista: uno de William Ramírez Tobón sobre el modo de producción en Marx, y la colección de ensayos de Luis Antonio Restrepo, que gira alrededor de Marx, Foucault y Nietzsche (22).

El anterior inventario muestra cuánto se está trabajando, y evidentemente hay un nivel promedio de alta calidad: la historia es la disciplina social que, fuera de la economía, más se acerca a una situación de producción normal, continua y socialmente acogida. Su función de crítica cultural es muy evidente, y la visión tradicional de la historia ha sido desplazada y reducida a una mínima expresión, a pesar de los esfuerzos de algunos medios de comunicación por sostenerla. Pero esa visión tradicional no ha sido reemplazada, como parecen temerlo los defensores de la tradición heroica o desearlo los partidarios de una historia militante, por una nueva visión, que pueda enseñarse a todos los invitados a la revolución: ha sido reemplazada por una fragmentación de imágenes, por una multiplicidad de perspectivas, de métodos y visiones. No hay una «historia de Colombia», sino un proceso de reflexión y conocimiento, abierto e indeciso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario